martes, 31 de mayo de 2011

Texto de apoyo y Trabajo Práctico para martes 7/06

Las relaciones promiscuas entre economía y educación


Dentro de la investigación económica, el papel de la educación ha dado una especie de giro copernicano desde mediados de los años ’60. Hasta ese momento, la economía dominante se mostraba relativamente indiferente ante los problemas educativos. La gran expansión educativa producto de las generaciones jóvenes en Europa y EEUU (“baby boomers”) que crecieron aceleradamente después de la II Guerra, era encarada con un enfoque predominante de gasto o costo presupuestario y fiscal. Así, las necesidades educativas eran tomadas como una variable demográfica y una necesidad cultural que se imponía a la economía desde fuera de la misma. El problema se reducía entonces a cómo y quiénes debían poner cuántos recursos para satisfacer estas novedosas demandas y necesidades.



Para algunos, era antieconómico financiar infinitamente las expectativas educativas crecientes de la población (EEUU), eran los particulares, los padres de los chicos, quienes debían decidir cuántos recursos asignar a la educación. Para otros (en Europa) era el Estado de Bienestar quien tenía que aumentar los recursos fiscales para proveer servicios educativos universales.



De la mano de algunos investigadores que aplicaron los métodos de la economía neoclásica a principios de los ‘60 tratando la educación como un bien mercantilizado, aparece por primera vez la idea del significado puramente económico de la formación educativa de la población.



En vez de aceptarse como un gasto generado por una necesidad fundamentalmente extraeconómica, los economistas americanos (fundamentalmente Schultz y luego el premio nobel Gary Becker) intentaron demostrar que lejos de constituir un gasto, el incremento de los niveles de capacidades educativas de la población era una “inversión” que tenía un importante recupero futuro y no un costo. Estos planteos abandonan la radical distinción fundante de toda la teoría económica anterior a saber: que todo gasto puede ser por consumo o por inversión rígidamente separados. Mientras los bienes de consumo producen satisfacción de los hombres y sus necesidades y desaparecen con su uso, los bienes de inversión (máquinas, equipos, tecnología) no producen satisfacción pero incrementan la capacidad o rendimiento productivo. La educación que antes aparecía siempre como un “consumo” que respondía a satisfacer necesidades y demandas de los hombres, ahora aparece también como “inversión” ya que incrementa las capacidades productivas, la eficiencia de la economía, y junto con ellas mejora los rendimientos y los ingresos tanto individuales como del conjunto de la sociedad.



Para enfrentar tradiciones teóricas muy arraigadas apelaron a una denominación francamente (es un juicio personal) “espeluznante”: la teoría del “Capital Humano”. Para ellos, los gastos en todas aquellas cosas que aumenten la capacidad y el rendimiento productivo esperado de una persona o de una población deben ser tratados como “capital”.



Desde ya el capital humano no se restringe a la educación, aunque en la divulgación y popularización de la teoría así haya quedado arraigado. La salud (que abarca hasta una alimentación adecuada), y los costos de movilidad de la fuerza de trabajo (facilidades de migración), la capacitación en el empleo, son considerados factores importantes de acumulación de capital humano. Según Schultz, que analizó diversos países de Europa y Asia en comparación con EEUU, el capital humano constituye una variable explicativa muy importante del crecimiento económico. Tanto o más gravitante que la dotación de recursos naturales, o la inversión en capital físico. La educación es descripta como un capital que mezcla la posibilidad de aumentar la capacidad productiva con la satisfacción de necesidades culturales o simbólicas. El análisis de la experiencia del extraordinario crecimiento de los países llamados NICs (New Industrial Countries) en Asia (Malasia, Taiwan, Singapur, Corea del Sur, y otros) quienes realizaron extraordinarias inversiones en la infraestructura y en el crecimiento de los niveles educativos de la población, parecía reforzar la idea de que efectivamente la dotación de capital educativo era un vector importante para el desarrollo.



El primer problema de estas teorías en sus aplicaciones de política económica era ¿quién debe invertir en educación o más ampliamente en el capital humano?, ¿quién debe sufragar y correr los riesgos de sufragar los gastos de la inversión toda vez que sus rendimientos no son inmediatos sino de mediano y sobre todo largo plazo?.



Es claro que en una sociedad de libremercado capitalista, el capital tiene que tener un rendimiento y el beneficiario de este rendimiento es quien afronta los gastos y riesgos de invertir en él. Sin embargo, estos economistas se encontraron con una brutal diferencia entre la inversión en una máquina o una patente tecnológica y en capacitar o formar a los empleados: mientras el rendimiento de la máquina estaba bajo su control, el rendimiento adicional de la persona quedaba bajo control de la persona, no podía ser apropiado. En efecto, a diferencia del capital físico que está sujeto a las leyes de la propiedad y el mercado, el capital humano y educativo es una propiedad intransferible del beneficiario: la capacitación que el capitalista paga puede ser aprovechada por otro capitalista que tiente al trabajador calificado a dejar la empresa que lo capacitó. El capital humano en el mejor de los casos puede “alquilarse” pero nunca comprarse o venderse. Así, la primera consecuencia es que no va a haber inversión de los capitalistas en capital humano porque no hay seguridades sobre su control. Sólo los particulares interesados y los gobiernos que piensan no en una rentabilidad particular sino en un beneficio general pueden estar interesados en invertir en capital humano.



Así, la inversión privada en capital educativo es la que realizan las mismas personas particulares. Esta inversión es de dos clases: por un lado y menos importante es la inversión en los costos directos de estudiar (matrículas, viáticos, apuntes, etc.). Está demostrado por investigación empírica que los costos directos de estudiar no son determinantes importantes en las decisiones de terminar o no un nivel educativo. Por otro lado, y más importante, es el costo “encubierto”: lo que dejan de percibir por estudiar en vez de trabajar por un salario. Este último componente de la inversión educativa individual se denomina “costo de oportunidad”.



La investigación económica y las estadísticas demuestran que esta inversión en educación es rentable para los individuos: con las nuevas calificaciones y acreditaciones educativas obtenidas las diferencias de ingresos futuros son mayores y compensan de manera visible el gasto de inversión realizado tanto directo como el de “costo de oportunidad”. Así, las remuneraciones de los niveles educativos más altos son también más altas y los mayores títulos permiten acceder a los mejores empleos.



La inversión individual en educación tiene entonces una “tasa interna de retorno”, es decir, un beneficio que se obtiene merced a una inserción laboral y diferencias de ingresos atribuibles a los mayores niveles educativos obtenidos.



Como mencioné antes, también hay un interés colectivo en la inversión educativa. Los gobiernos son interesados en invertir en educación por lo que se llama el retorno o rendimiento social de la educación: aumenta la competitividad global de la economía, se atrae mayor inversión productiva, aumenta la integración social, se disminuyen la desigualdad, etc.



En la década del ’90 estas teorías conocieron una difusión extraordinaria hasta incorporarse al lenguaje político y cotidiano. Con el advenimiento y generalización de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, y la apertura de nuevos territorios científico tecnológicos (biotecnología, nuevos materiales, genética, etc.) la enfatización en la educación como fuerza fundamental del desarrollo resultaba irresistible.



El “capital humano” es uno de los fetiches de la globalización. De la mano de la idea archidifundida de la “sociedad del conocimiento y los servicios”, que ubicaban el saber técnico y la capacidad de innovación como las fuerzas motrices novedosas del capitalismo global, la educación se convirtió en la “vedette” de la política económica. Había que incorporarse al mundo desarrollado, a la tecnología avanzada y explotar sus posibilidades merced una política agresiva de mejoramiento cuantitativo y cualitativo de la dotación de capital educativo de la población. Así todos los países se embarcaron en todo tipo de reformas que apuntaban a preservar y acrecentar el nivel del capital educativo de sus poblaciones. Como veremos más adelante en las últimas unidades, A. Latina y la Argentina no fueron la excepción.



Las críticas: el fin del mito



La teoría del capital humano está tan difundida hoy día que se ha convertido casi en el sentido común de “todo el mundo que quiera ingresar al primer mundo”. Nada hay más esperanzador que depositar en el esfuerzo individual y colectivo de mejora y desarrollo intelectual como medio de obtener bienestar material.



Sin embargo, muchos importantes investigadores descubrieron las falacias o serias limitaciones de esta teoría y sus fundamentos. Una de las primeras fue la llamada teoría del “credencialismo” o la inflación de acreditaciones educativas desarrollada por R. Dore quien no tuvo prurito en bautizarla “la enfermedad del diploma”. El vertiginoso ritmo del cambio técnico y científico produce una permanente obsolescencia de las calificaciones educativas conseguidas en el pasado con su consiguiente devaluación y por tanto una predisposición permanente de la población a evitarla aumentando permanentemente su capital educativo alcanzando nuevas acreditaciones. El “credencialismo” implica la continua expansión de la demanda de educación y la continua devaluación de los títulos y acreditaciones anteriores, que limitan el retorno esperado de la inversión educativa. En la medida que se masifican las ofertas de trabajadores con altas calificaciones, aumenta la competencia entre ellos y se abaratan los salarios ofrecidos. La obtención de las diferencias salariales cada vez requieren mayores inversiones educativas por lo que solamente sectores más reducidos de la población pueden afrontarlas, generando una tendencia a monopolizar los mejores empleos.



Más importantes fueron los descubrimientos de Marc Blaug, respecto de la disparidad entre el rendimiento individual de la inversión educativa (mejores remuneraciones) y el rendimiento social (supuesta mayor productividad global). Blaug descubrió que es mentira que el incremento de capital educativo de una población genere aumentos en la productividad y competitividad social global de la misma. En efecto, en EEUU mismo el período de auge de los niveles educativos superiores coincidieron con fases de crecimiento débil o estancamiento en los indicadores de productividad y competitividad de la economía. Una vez más el provecho individual no supone provecho social. Blaug instaló como explicación la llamada teoría de las “señales”: no es que los empleadores esperen que incorporando personal más capacitado o educado aumenten su productividad y eficiencia productiva (cosa que tampoco es nítida aun en estudios de empresas) sino que simplemente utilizan los títulos alcanzados como signos de que el personal a incorporar posee determinadas características como “constancia en el esfuerzo”, “sometimiento a exámenes”, “responsabilidad”, “capacidad de aprender”, etc. que no necesariamente se relacionan con un aumento efectivo de rendimiento en la tarea. Blaug investigó la cobertura de cargos gerenciales en algunas empresas y comprobó que efectivamente los títulos tienen poco que ver con el rendimiento efectivo en el trabajo, a pesar de lo cual las empresas los utilizan como criterio importante de decisión al incorporar personal. En este sentido, las conclusiones de Blaug son realmente pesimistas porque el crecimiento de las acreditaciones de la población lo único que hace es introducir índices de selectividad mayores favorables a quienes pudieron y tuvieron la posibilidad de realizar mayores inversiones educativas, y ello sin beneficio tangible para el conjunto de la sociedad y del funcionamiento productivo de la economía.



Por último se encuentran las críticas de orientación marxista como la de Martin Carnoy en el sentido de que la dinámica de acumulación de capital es contradictoria y produce resultados con crisis recurrentes que alcanzan a la valorización de las acreditaciones educativas. En este esquema explicativo, las crisis cíclicas del capitalismo producen un sobreexceso de capital educativo y calificaciones disponibles en la población. Contrariamente a lo que se cree el capitalismo de libremercado está muy lejos de asignar de manera racional y óptima los recursos educativos disponibles sino que los subutiliza de manera recurrente. Carnoy descubre el fenómeno de la “sobreeducación” en el sentido de que el capitalismo utiliza sistemáticamente menos calificaciones que las disponibles en el mercado. Utilizando la terminología de otro economista, Lester Thurow, el fenómeno de la sobreeducación, da lugar a lo que denominó “efecto fila” para explicar las ventajas individuales de la acumulación de capital educativo. Lejos de generar empleo o mejorar los ingresos de la población, el aumento individual de las acreditaciones educativas permite alterar el orden en la fila de desempleados: siempre van a aumentar la probabilidad de conseguir empleo pero no por la expectativa de aumentar el rendimiento productivo de la empresa sino simplemente porque ante la posibilidad de elegir, la empresa elige a aquellos que ofrecen mayor capital educativo aunque no vaya a ser utilizado en el proceso de trabajo mismo. Es decir, el “efecto fila” supone que la inversión educativa simplemente facilita la selección de personal de las empresas aún a costa de subutilizarla. El ejemplo más obvio es el de las estaciones de servicio o los servicios de delivery, mensajería, etc. que exigen secundario completo para despachar combustible o manejar una moto. También es muy común que empresas importantes exijan estudios universitarios para simples empleos administrativos descualificados. En ninguno de estos casos, el aumento de las calificaciones educativas implica mejoras en el rendimiento o productividad del trabajo.



Veamos estos problemas en el caso argentino.



Economía y Educación en la Argentina. La desocupación, los cambios en la estructura social y sus relaciones con la educación.



Como es sabido, la crisis de la “matriz estadocéntrica” y del capitalismo protegido de mediados de los ’70 (el llamado “rodrigazo” de junio de 1975, fue el preaviso) fue llevando hacia fines de los ’80 a dos procesos vinculados: la hiperinflación y el endeudamiento externo. Hasta ese momento, la economía argentina se caracterizaba por un mercado de trabajo algo estancado pero con bajas tasas de desocupación (4-5%) que era capaz de absorber incluso un módico flujo de inmigración de países limítrofes. Luego de etapas expansivas y oscilantes durante los ‘60 en materia de salarios, con las políticas neoliberales ensayadas por la dictadura militar, el salario real sufre una severa contracción, abriendo un tendencia que no se revertiría con el retorno de la democracia en 1983. Especialmente afectados resultaban los trabajadores industriales perjudicados además por un proceso extendido de cierre de fábricas y precarización del trabajo, pero también amplios sectores del empleo público como los docentes y los trabajadores de la salud, empleados de las otrora poderosas empresas de servicios públicos (ENTEL, YPF, Gas del Estado, O.Sanitarias, etc.).



La combinación de caídas de salarios con alta inflación dio por tierra hacia fines de los ’80 con la visión de una fuerte clase media en la argentina asociada, durante muchas décadas, en el imaginario colectivo con la movilidad social ascendente, introduciendo en el vocabulario sociológico - en cierta medida vulgarizado por los medios de comunicación - una nueva categoría social: “los nuevos pobres” para diferenciarlos de los pobres estructurales. La nueva pobreza aludía a una situación ciertamente atípica desde el punto de vista conceptual, pero que las estadísticas de la Encuesta de Hogares del INDEC venían mostrando cada vez más frecuente: se refería a aquellas personas que teniendo un patrimonio, un estilo de vida y unas calificaciones educativas medias o altas, carecían de ingresos monetarios suficientes para superar la llamada línea de pobreza (es decir, el gasto social del consumo mínimo en todos los rubros para una familia tipo de un matrimonio con dos hijos uno en la escuela primaria, y otro en la secundaria). Así, el nuevo pobre era alguien que habiendo obtenido por sí o por herencia un cierto patrimonio (casa, auto, electrodomésticos, etc.), un cierto capital educativo y simbólico (nivel educativo, capacitación profesional, cultural general) y un cierto capital social (redes de amigos, grupos de pertenencia, clubes, etc.) no lograba obtener ingresos reales para afrontar los gastos corrientes de un estándar de vida mínimo. El motivo más frecuente de esta situación de inconsistencia entre capital social familiar acumulado e ingresos reales familiares era la pérdida de la estabilidad en el empleo, y/o la degradación de los salarios de los jefes de hogar, producto de la inflación y las crisis recesivas.



Así, los aumentos de la pobreza provenían tanto por la ampliación de la pobreza estructural (los pobres por ingresos cuyo capital social acumulado también es pobre) como de la movilidad social descendente de varios segmentos de los estratos medios.

En la década del ’90, las políticas neoliberales al principio exitosas en términos de estabilidad de precios y salarios, no tardaron en agudizar los problemas del empleo. La desocupación aumentó mucho a partir de 1993 cuando trepa al 9% y se hace francamente endémica y poco manejable con la recesión que siguió a la crisis del “efecto Tequila” en 1995, superando entonces el 18%. En la fase inicial exitosa del Plan de Convertibilidad (1991-1994) la pérdida de puestos de trabajo por la llamada “reconversión industrial” y sobre todo por el achicamiento del estado y las privatizaciones, fue compensado por la expansión del sector de comercio, finanzas y servicios. Pero cuando la crisis se generalizó terminó alcanzando a casi todas las ramas y sectores de la economía.



Ahora bien, ¿cuál fue el comportamiento de la población en materia educativa?: lejos de desanimarse por el desempleo, la precariedad laboral y los bajos salarios, el esfuerzo educativo de la población se reforzó: tanto los niveles medios, pero sobre todo la educación superior y universitaria gozaron de un espectacular proceso de expansión. Como aparece detallado en mi texto, las cantidades de ingresantes, cursantes y egresados, en la década del ’90 tienen un importante incremento que excede el crecimiento vegetativo de la población.



Es interesante entonces el contraste con lo ocurrido en las décadas del 50 y el 60 donde también se desarrollaron fuertes tendencias al aumento de los niveles de instrucción formal de la población. Mientras que en aquellos momentos la obtención de capital educativo se relacionaba con un mercado de trabajo expansivo y mejores oportunidades de inserción laboral y salarios (“efecto escalera” de ascenso social) ahora, en los ’90 el aumento del capital educativo se vinculaba a evitar la pérdida de posiciones o un empeoramiento de la situación sociocupacional (el “efecto paracaídas” que menciona Filmus).



La estructura social y ocupacional que dejaban las políticas neoliberales no permitían aprovechar el enorme impulso educativo de la población: no solamente se destruían empleos sino que tendían a destruirse los más calificados. Así la tasa de desocupación de los niveles educativos superiores aunque más bajas que los niveles educativos inferiores, se deterioraba a un ritmo mucho mayor, lo que significaba que los principales damnificados en el mercado laboral bajo las nuevas condiciones eran los de mayores niveles educativos. En efecto, la apertura de la economía había ocasionado un proceso de importación de bienes de capital (equipamiento, maquinaria, insumos, repuestos) de alto valor agregado, que destruyó los puestos de trabajo locales de mayor nivel de calificación. La llamada reconversión industrial aprovechaba el dólar bajo para sustituir mano de obra calificada por tecnología importada. El caso de los ingenieros industriales fue algo típico de aquel momento, ahora por suerte se está reviertiendo. Los sectores que más ganaban en los ’90, la exportación de materias primas, y de bienes industriales de bajo nivel de valor agregado (“comodities”) no generaban puestos de trabajo de alta calificación, por lo que la sobreabundancia de oferta de profesionales terminó elevando su tasa de desocupación a niveles insólitos (12 %) comparando internacionalmente. Ello ocasionó entre el 2000 y el 2002 la avalancha de jóvenes en los consulados de países europeos y EEUU para emigrar.



Es especialmente pertinente para interpretar estas tendencias los fenómenos de sobreeducación (Carnoy) por los cuales no solamente hay población altamente calificada que no consigue empleo (subutilización absoluta de capital educativo) sino también que esta población consigue empleos de bajos niveles de complejidad de la tarea y en condiciones precarias (subutilización relativa del capital educativo). Es decir, producto de la sobreabundancia de altos niveles educativos, los empleadores ocupan los escasos puestos de trabajo que se generan aumentando la selectividad sobre los postulantes sobre la base de criterios educativos que no están nada relacionados con la complejidad o nivel de calificación de las tareas del puesto de trabajo. Ello genera, el llamado “efecto fila” ya explicado en la clase anterior: los títulos más altos no sirven para conseguir empleos adecuados en términos de calificación profesional del puesto, sino solo para aumentar las chances de acceder a empleos no calificados o poco calificados, en condiciones precarias y con bajos niveles de ingresos.



En estas condiciones se genera un círculo vicioso autodestructivo: la desesperación por evitar perder posiciones en el mercado laboral lleva a la gente a aumentar su esfuerzo en obtener capital educativo, lo que lleva a aumentar el nivel de selectividad del mercado laboral, lo que aumenta de nuevo la propensión a incrementar el nivel educativo. Por supuesto, finalmente aquellos que no pueden sostener el esfuerzo de inversión en aumento del capital educativo (los más pobres) son los grandes perdedores de esta espiral autodestructiva, puesto que son desplazados del mercado de trabajo por los más educados, aún cuando los puestos de trabajo no exijan elevados niveles de calificación y educación.



Con el crecimiento de la economía desde fines del 2002 y el cambio de políticas económicas, el incremento de la protección sobre la producción local, el aumento del gasto público y la inversión pública, se han mejorado ostensiblemente los niveles de empleo. Justamente los primeros beneficiados en la expansión del empleo y creación de nuevos puestos de trabajo son los más calificados. Por lo que la tasa de desocupación del nivel de educación superior y universitaria descendió abruptamente al mismo tiempo que mejoraron los ingresos y salarios.



Sin embargo, hay que advertir que estas tendencias positivas tienen bases ciertamente endebles o al menos transitorias: el alto precio de las materias primas exportables (soja y petróleo) que posibilitan un elevado superávit fiscal y bajas tasas de interés internacionales que desestimulan la fuga de capitales y atraen la inversión. Hay que recordar, que el desarrollo industrial y por tanto el impulso de base para la expansión del empleo, históricamente en la Argentina consume y no produce divisas (U$$) y por tanto depende en gran medida de la buena situación de los mercados internacionales para nuestros productos. Por ello se ha llamado a nuestro proceso de industrialización como “dependiente” tanto del financiamiento externo que requiere como de la tecnología que mayoritariamente utiliza.


TRABAJO PRACTICO
Lea los textos de Schultz, Gomez y Filmus, y analice lo siguiente

1) Analice dentro de su entorno social y familiar las decisiones de inversión en capital educativo durante la década del ’90 (propias o de hermanas, hermanos, primos, etc.). ¿Qué diferencias encuentra con las decisiones tomadas por sus padres en otras épocas?.

viernes, 13 de mayo de 2011

AVISOS VARIOS

HOY HAY CLASE PRESENCIAL. EL PROXIMO MARTES TAMBIÉN HAY CLASE PRESENCIAL.
EL PARCIAL VA A SER EL MARTES 24 DE MAYO Y COMPRENDE LAS UNIDADES 2 Y 3 COMPLETAS.

ESTOS SON LOS TEXTOS DE GIROUX Y ARONOWITZ
Textos Giroux y Aronowitz
http://mgomez.blog.unq.edu.ar/modules/docmanager/view_file.php?curent_file=24&curent_dir=10

http://mgomez.blog.unq.edu.ar/modules/docmanager/view_file.php?curent_file=25&curent_dir=10

viernes, 6 de mayo de 2011

martes, 3 de mayo de 2011

DEVOLUCION TP 3

En general estuvo muy bien pero me extraña que se hayan enfocado exclusivamente en la primer consigna y en el efecto halo o el etiquetado.
En Yesica es interesante el “interés por los apellidos de la maestra” pero estar en las preferencias de las maestras no alcanza a configurar un efecto halo: ¿con qué rasgos asociaba la maestra al origen étnico europeo?

El etiquetado por herencia familiar es un clásico tomado por Quimey. En muchos casos opera como refuerzo de etiquetas previas: se magnifica en caso de familias numerosas de origen popular y no en familias numerosas de clase media.

Muy bien el ejemplo de Analía de la entrevista con los padres como situación generadora de etiquetas.

El ejemplo de Nicolás de efecto halo no me encaja: el rasgo de que la madre es una pesada con los profesores no está asociado a ningún otro rasgo del comportamiento escolar del chico. El de Graciela sobre la manera de sentarse también está incompleto: no se aclara con qué cosas el profesor asocia esto. Me parece que hay una mala comprensión del concepto.

La respuesta ratificadora del etiquetado positivo que muestra la nerd del ejemplo de Graciela y Silvia también dan ejemplos demasiado clásicos y obvios. Mucho más interesante es el contraejemplo raro pero no imposible del alumno que rechaza la etiqueta positiva.

El ejemplo de Celeste en las prácticas del profesorado muestra el anacronismo del “careteo” que relaciona una profesión con determinadas imágenes arbitrarias a partir de las cuales se etiqueta positiva o negativamente.

El ejemplo de Mariana de etiquetado de una sala de preescolar de acuerdo al nivel de cumplimiento de los padres es bien gráfico.No entiendo en cambio qué tiene que ver el efecto halo con formar mesas de alumnos con distintas etiquetas.

Los ejemplos de contraimposición de Anabel son interesantes. Espero que no me pase a mì lo mismo con la fecha de los parciales.

Sobre tipos de desobediencia también hay que hacer una aclaración: no hacer lo prescripto es desob. pasiva, hacer lo que está prohibido es la desobediencia negativa, hacer lo permitido fuera de lugar la desob. positiva. La negativa a sacarse la gorra en clase sería desobediencia negativa solamente si los alumnos se la ponen para la clase, lo cual seguramente no es el caso. Por tanto, en mi anàlisis es un tipo de desobediencia pasiva al igual que el tema de atuendos, peinados, etc.

PARA LA PROXIMA CLASE, SUPONGO QUE EL VIERNES ESTARÉ EN CONDICIONES, LEAN LOS TEXTOS DE FREIRE Y DE RANCIÉRE.

Saludos a tod@s

AVISO IMPORTANTE. NO HAY CLASE PRESENCIAL HOY

Infortunadamente todavía estoy bastante dolorido y me cuesta hablar por lo que hoy no va a haber clase presencial. Espero estar el viernes en mejores condiciones. Aviso por este medio.
Igualmente para evitar atrasos entre hoy y mañana estoy colgando otro TP en el blog sobre los textos de Freire y de Rancière. Saludos.