La pedagogía crítica y la teoría de la resistencia.
Premisas para pensar la educación desde la transformación social
Las teorías reproductivistas y funcionalistas coincidían en
desahuciar la educación como instancia de transformación social. Para la
primera porque no concebía salida alguna al dispositivo de hierro de la
violencia simbólica y al principio de correspondencia con la acumulación
capitalista y la división clasista del trabajo. Para la segunda simplemente
porque la educación debía mejorar el orden social existente para fortalecerlo.
La educación quedaba ajena al debate de los ’70 sobre la
revolución, el socialismo y el cambio social. De esta forma la educación debía
ser “liberada desde afuera” por los movimientos revolucionarios.
La excepcional contribución del pensamiento de Paulo Freire,
derivada de sus experiencias como educador de adultos y educador popular, abrió todo un terreno de nuevas perspectivas
para pensar la educación como práctica liberadora inscripta en un proceso de
emancipación colectiva.
Freire rompe de manera radical con la idea pedagógica
clásica de la relación entre alguien que sabe con alguien que no sabe (o como
diría Bourdieu, que ni siquiera “sabe que no sabe”). Freire denuncia a este
postulado clásico como el punto de partida de la “pedagogía del oprimido”. Pero
no toda pedagogía parte necesariamente de la opresión. Dice Freire que la
lógica de la opresión fija al oprimido a una posición de objeto pasivo,
inanimado (falto de alma propia), puro producto del opresor quien dispone de él
negándole toda libertad y conocimiento. El oprimido es lo que el opresor dice
que es (recordar las teorías del etiquetado que resuenan en esta frase).
El dispositivo perverso del opresor supone que es éste quien
siempre tiene las soluciones a los problemas del oprimido, a tal punto que en
un extremo es el opresor quien se presenta como liberador del oprimido.
Freire se va a proponer pensar una pedagogía elaborada con
el oprimido y no para el oprimido, evitando reproducir la lógica de la
pedagogía opresiva. En Freire el encuentro verdaderamente educativo se
restituye como un encuentro social entre hombres a los que se reconocen saberes,
sentimientos y pensamientos propios.
Pero justamente, el trabajo de la opresión había sido
enajenar, separar al oprimido de su propio ser, por lo que el trabajo
pedagógico necesariamente parte de un reencuentro con las propias
potencialidades. El opresor niega toda capacidad auténticamente propia en el
oprimido y trata de privarlo de toda autoestima y de toda confianza en sí
mismo, además de convencerlo en la omnipotencia omnisapiente del opresor.
Así la pedagogía freireana busca reintroducir la educación
como forma de emergencia de un sujeto con propias capacidades, como forma
necesaria de superación de la cosificación a la que nos somete la opresión. La
conciencia de las propias necesidades, deseos y capacidades, la confianza en
las propias fuerzas y la posibilidad de compartir deseos, confianza y
capacidades es la base de la pedagogía liberadora.
Freire asume las dificultades amargas de este camino: el
oprimido es dual, tiene al opresor dentro de sí como modelo, su manera de ser
hombre es un renegar de sí y parecerse al opresor al cual, no pocas veces, se
le asignan mágicamente poderes de invulnerabilidad. El fatalismo es una fuerza
antipedagógica opresiva a la cual no hay que temer enfrentar con la esperanza y
la fe. En esto Freire se inspira en el pensamiento de Mao Tse Tung “gran timonel” de la Revolución China:
el revolucionario debe tener paciencia,
confiar y tener fe en las masas;
debe estar atento a sus necesidades y deseos (y no a las necesidades y
deseos propios); los revolucionarios aprenden de y con las masas, y ningún
cambio se obtiene obligando a las masas a sostener algo que no quieren o
sometiéndolas a un esfuerzo que no están convencidas de asumir. No es en las ideas o en minorías intelectuales
de donde surgen las fuerzas que impulsan los cambios, sino que siempre surgen y
son creaciones de la actividad y la reflexión de las masas.
Freire modifica de manera ostensible el significado de
“liberación”: solo puede ser concebida como producto propio. No hay liberación
que no surja de la propia praxis que combina la reflexión y la acción
compartida. “Nadie libera a nadie, nadie se libera solo, nos liberamos entre
todos”. Esto significa que la liberación es un proceso, una construcción colectiva, y no una receta
intelectual o una imposición de los revolucionarios a unas masas inermes y
eternamente confundidas.
De la misma manera, la educación se concibe como una praxis
liberadora en donde la dialogicidad es un elemento central: si todos tienen un
saber, educarse significa un compartir/elaborar saberes en común. En la
educación liberadora no hay lugar para la arrogancia, ni la autosuficiencia. La
humildad y la confianza son sus articuladores principales.
La metodología de educación popular en Freire parte de
revalorizar el punto de vista de los sujetos acerca de sus condiciones de vida,
incluso para el aprendizaje de la lectura y el cálculo. Las primeras palabras
que escribían no eran las más fáciles “mamá, papá, oso”, etc. sino las más
cargadas de sentido para sus vidas: tierra, agua, patrón, en el caso de los
campesinos, por ejemplo. La paciente
problematización a través del diálogo, la recuperación de sus propios saberes,
la contextualización de palabras, ideas y sentimientos, y las oportunidades a
la reflexión colectiva que brindan los “temas generadores”, “las situaciones
límites”, “los actos límites” y la exploración de “lo inédito viable” son importantes pistas para los educadores
críticos y transformadores de hoy.
El texto de Ranciére sobre los “experimentos” del profesor
Jacotot buscan al igual que Freire un horizonte para prácticas pedagógicas
“emancipadoras”. Esta suerte de absurda y genial pedagogía “a ciegas” comienza
por afirmar que es posible aprender lo que ni el maestro y ni el alumno saben.
La sorpresa se convierte en pánico cuando
incluso es posible enseñar lo que uno no sabe. Y el pánico se convierte
en una lucidez oscura cuando se concluye que la mejor manera de enseñar es
aprender.
Acicateado por una voluntad radical de reconocer e incluso
de partir inevitablemente de la libertad y el pensamiento humano como
fundamento de todo aprendizaje real, Jocotot encuentra que “solo se puede
aprender algo si nadie nos lo enseña”. Situando la pedagogía en el prodigio de
la mente humana autónoma basada en sus propias fuerzas, un padre analfabeto podría
alfabetizar a sus hijos. O mejor dicho, confiando en sus propias potencias
intelectivas padres e hijos podrían alfabetizarse.
En Jocotot aparece una suerte optimismo pedagógico salvaje y
radical que deriva en una suerte de utopía autoconstructivista por la cual
aprender en realidad es procurarse por sí mismo y para sí mismo un saber sobre
el mundo. En cierta medida todo aprendizaje real, genuino está condenado a ser
“creación”, es decir, a superar el estado de “trasmisión”.
Las ideas freireanas han dado fundamento a toda una nueva
forma de ver y experimentar la educación. En los ‘70 y ‘80 en EEUU,
particularmente un conjunto de intelectuales y pedagogos críticos de formación
neomarxista han retomado sus ideas dándole nuevos bríos a la concepción de la
educación como práctica transformadora. Incorporaban diversos elementos de los
nuevos desarrollos del marxismo europeo, y de la llamada nueva sociología de la
educación influenciada por el interaccionismo simbólico y la fenomenología.
Fue particularmente fuerte la influencia de las ideas de hegemonía introducidas por Antonio
Gramsci, y la de alienación proveniente de
la llamada Escuela de Frankfurt, en la cual los marxistas alemanes (Adorno,
Horkheimer, Marcuse) habían profundizado hasta qué punto el capitalismo moldea
la cultura y la subjetividad, hasta qué punto la alienación de la conciencia y
la propagación del consentimiento y el sometimiento penetran en la vida social
e individual en el capitalismo avanzado, y hasta qué punto las fuerzas de
transformación anidan en el deseo y las necesidades reprimidas. En estos
planteos surge con fuerza una renovada confianza en la potencia emancipadora de
los sujetos y su liberación a través de las prácticas educativas.
En Henry Giroux vemos
la emergencia de una teoría de la resistencia que complejiza de manera
productiva tanto los aportes de los
neomarxistas alemanes como de la pedagogía freireana. Giroux parte de la idea de “agenciamiento” o
capacidad de intervención humana: la dominación nunca es una simple imposición
externa sobre los sujetos, sino un proceso complejo que lo involucra
internamente, por lo cual el poder siempre cuenta con un cierto grado de
“complicidad” subjetiva o aceptación activa. Pero esta noción crítica de
agenciamiento implica también que los sujetos siempre se resisten, rechazan o intentan sustraerse en algún punto
al poder. De manera semejante, toda forma de dominación presupone alguna
resistencia. Poder y resistencia son términos entonces correlativos. Estudiar
al poder sin las formas de resistencia es en vano. Justamente el poder reside
en sobreponerse a las resistencias. Estudiar las resistencias en abstracto como
acciones heroicas de oposición, sin asociarlas a las formas del poder y las
contradicciones del mismo que las permiten o fomentan, también es hacer caer en
un fetichismo individualista del “hombre” contra el “sistema”. Poder y
resistencia deben abordarse en su dinamismo: sus contradicciones y sus
complementariedades.
Todos los sujetos son agentes: pueden mediatizar,
experimentar e interpretar las propias condiciones de su explotación y
dominación. No necesariamente aceptan o creen en las interpretaciones y
significaciones impuestas por el poder. Por ello, el mundo simbólico y cultural
del oprimido brinda importantes elementos sobre los que cimentar las prácticas
pedagógicas críticas y emancipadoras. Es en las tradiciones, estilos,
lenguajes, creencias, necesidades y deseos
de los oprimidos que encontramos las “materias primas” de la acción
pedagógica alternativa.
Además para estas teorías, el capitalismo lejos de ser un
sistema monolítico de acumulación y dominación, está carcomido por
contradicciones e incongruencias. El carácter social de la producción se da de
patadas con la apropiación privada, la ciudadanía democrática y el mercado de
consumo nos colocan como libres, pero las burocracias y la empresa nos someten a
una disciplina estricta, la escuela profesa un igualitarismo en el discurso,
pero internamente está estructurada sobre la base de una autoridad pedagógica
rígida y una meritocracia que reproduce las diferencias sociales, etc.
En los intersticios de estos desacoples y grietas se
desarrolla el agenciamiento de los sujetos y sus formas de resistencia al
tiempo que sobre ellos se ejerce el poder.
Las formas de resistencia nunca se dan de manera obvia y
pura, sino como rastros, indicios, significados subyacentes y velados. La
educación se desenvuelve ante ellos como un intento de reprimirlos,
destruirlos, desarticularlos o adaptarlos y asimilarlos al orden social y
cultural, o como un intento liberador de precisarlos, desarrollarlos y
expandirlos individual y colectivamente, extrayendo de ellos sus sentidos
cuestionadores y contrahegemónicos.
La gran pregunta de toda pedagogía liberadora es ¿cómo se
desarrolla colectivamente una cultura de oposición?. Esto implica una suerte de
“lucha por el significado” de situaciones, normas, conocimientos, saberes,
deseos y necesidades, etc.
Al igual que Freire,
la teoría de la resistencia no obvia la complejidad de todo acto de
resistencia, ya que el poder no desaparece de él: nunca es un acto puro,
redentor, siempre supone alguna relación
de acomodación o de reproducción del poder. Por ello la reflexión sobre la
acción y el trabajo colectivo y dialógico son imprescindibles. Muchas acciones
de oposición o sabotaje contra la escuela o los docentes, quizás signifiquen
resistencias muy fuertes en un nivel pero a costa de reproducir nuevas
relaciones de dominación en otro nivel (el caso estudiado por Willis de la
banda de los “socios” en un secundario que hacían la vida imposible a los profesores
y rechazaban las hipocresías de la cultura escolar pero reproducían su lugar de
subordinados por su valoración del trabajo manual contra el intelectual
considerado afeminado, los consumos comerciales, machismo y
racismo, etc.).
Entre poder y resistencia se extiende una compleja
dialéctica: tanto la resistencia trata de burlar al poder como el poder trata
de anular o asimilar y adaptar la resistencia.
Por ello, la pedagogía liberadora debe estar atenta al
desarrollo teórico y práctico de formas colectivas de oposición y
cuestionamiento no solo a los ordenes educativos inmediatos (la clase escolar,
la institución, la burocracia administrativa estatal, etc.) sino también a los
parámetros del orden social en su conjunto (la propiedad y la distribución de
la riqueza, el poder y el conocimiento, las relaciones entre sexos,
generaciones y razas, relaciones entre naciones, guerras, etc.). La pedagogía
emancipatoria entendida como una forma de liberar el potencial de sensibilidad,
imaginación y razón a nivel tanto subjetivo como objetivo, necesariamente es político-práctica y
colectiva, no puede ser reducida a discurso ni tampoco a un refinamiento
ideológico o intelectual puramente individual.
El papel del maestro en esta corriente del pensamiento sobre
la educación está muy bien desarrollado por Aronowitz y Giroux: el docente ha
estado sometido a un proceso de proletarización, despojándolo progresivamente
de su autonomía y capacidad de acción propia y relegándolo a mero brazo
“ejecutor” de una burocracia de expertos, en un intento de anular toda
potencialidad emancipadora del trabajo docente.
La pedagogía crítica busca restituir la capacidad de elaborar reflexión
y experiencia propia por parte del maestro: capacidad de contextualizar,
reinterpretar, criticar y oponerse a contenidos y prácticas. Esto lleva a la
noción del docente como “intelectual transformador” que intenta acoplarse a las
fuerzas colectivas de la emancipación tanto dentro como fuera del sistema
educativo, canalizando las formas de resistencia y siendo capaz de inscribir en
ellas su práctica individual.