Las relaciones promiscuas entre economía y
educación
Dentro de la investigación económica, el papel de la
educación ha dado una especie de giro copernicano desde mediados de los años
’60. Hasta ese momento, la economía dominante
se mostraba relativamente indiferente ante los problemas educativos. La
gran expansión educativa producto de las generaciones jóvenes en Europa y EEUU
(baby boomers) que crecieron aceleradamente después de la II Guerra, era encarada
con un enfoque predominante de gasto o costo presupuestario y fiscal. Así, las
necesidades educativas eran tomadas como una variable demográfica y una
necesidad cultural que se imponía a la economía desde fuera de la misma. El problema se reducía entonces a cómo y
quienes debían poner cuantos recursos para satisfacer estas novedosas demandas
y necesidades.
Para algunos, era antieconómico financiar infinitamente las
expectativas educativas crecientes de la población, para otros (en europa) era
el Estado de Bienestar quien tenía que aumentar los recursos fiscales para
proveer servicios educativos universales, y para los americanos eran los
particulares los que debían enfrentar el grueso de la carga de estas
expectativas.
De la mano de algunos investigadores que aplicaron los
métodos de la economía neoclásica a principios de los ‘60, tratando la
educación como un bien mercantilizado aparece por primera vez la idea del
significado puramente económico de la formación educactiva de la población.
En vez de aceptarse como un gasto generado por una necesidad fundamentalmente
extraeconómica, los economistas americanos (fundamentalmente Schultz y luego el
premio nobel Gary Becker) intentaron demostrar que lejos de constituir un
gasto, el incremento de los niveles de capacidades educativas de la población
era una “inversión” que tenía un importante recupero futuro y no un gasto o un
costo. Estos planteos abandonan la radical distinción fundante de toda la
teoría económica anterior a saber: que todo gasto puede ser por consumo o por
inversión rígidamente separados. Mientras los bienes de consumo producen
satisfacción de los hombres y sus necesidades y desaparecen con su uso, los bienes de inversión (máquinas, equipos,
tecnología) no producen satisfacción pero incrementan la capacidad o
rendimiento productivo. La educación que antes aparecía siempre como un
“consumo” que respondía a satisfacer necesidades y demandas de los hombres,
ahora aparece también como “inversión” ya que incrementa las capacidades
productivas, la eficiencia de la
economía, y junto con ellas mejora los rendimientos y los ingresos tanto
individuales como del conjunto de la sociedad.
Para enfrentar tradiciones teóricas muy arraigadas apelaron
a una denominación francamente (es un juicio personal) “espeluznante”: la
teoría del “Capital Humano”. Para ellos, los gastos en todas aquellas cosas que
aumenten la capacidad y el rendimiento productivo esperado de una persona o de
una población deben ser tratados como “capital”.
Desde ya el Capital humano no se restringe a la educación,
aunque en la divulgación y popularización de la teoría así haya quedado
arraigado. La salud (que abarca hasta una alimentación adecuada), y los costos
de movilidad de la fuerza de trabajo (facilidades de migración), la
capacitación en el empleo, son considerados factores importantes de acumulación
de capital humano. Según Schultz, que analizó diversos países de Europa y Asia
en comparación con EEUU, el Capital humano constituye una variable explicativa
muy importante del crecimiento económico. Tanto o más gravitante que la
dotación de recursos naturales, o la inversión en capital físico. La educación
es descripta como un capital que mezcla la posibilidad de aumentar la capacidad
productiva con la satisfacción de necesidades culturales o simbólicas. El
análisis de la experiencia del extraordinario crecimiento de los países
llamados NICs (New Industrial Countries) en Asia (Malasia, Taiwan, Singapur,
Corea del Sur, y otros) quienes realizaron extraordinarias inversiones en la
infraestructura y en el crecimiento de los niveles educativos de la población,
parecía reforzar la idea de que efectivamente la dotación de capital educativo
era un vector importante para el desarrollo.
El primer problema de estas teorías en sus aplicaciones de
política económica era ¿quién debe invertir en educación o más ampliamente en
el capital humano?, ¿quién debe sufragar y correr los riesgos de sufragar los
gastos de la inversión toda vez que sus rendimientos no son inmediatos sino de
mediano y sobre todo largo plazo?.
Es claro que en una sociedad de libremercado capitalista, el
capital tiene que tener un rendimiento y el beneficiario de este rendimiento es
quien afronta los gastos y riesgos de invertir en él. Sin embargo, estos
economistas se encontraron con una brutal diferencia entre la inversión en una
máquina o una patente tecnológica y en capacitar o formar a los empleados:
mientras el rendimiento de la máquina estaba bajo su control, el rendimiento
adicional de la persona quedaba bajo control de la persona, no podía ser
apropiado. En efecto, a diferencia del capital físico que está sujeto a las
leyes de la propiedad y el mercado, el capital humano y educativo es una
propiedad intransferible del beneficiario: la capacitación que el capitalista
paga puede ser aprovechada por otro capitalista que tiente al trabajador
calificado a dejar la empresa que lo capacitó.
El capital humano en el mejor de los casos puede “alquilarse” pero nunca
comprarse o venderse. Así, la primera consecuencia es que no va a haber
inversión de los capitalistas en capital humano porque no hay seguridades sobre
su control. Sólo los particulares interesados y los gobiernos que piensan no en
una rentabilidad particular sino en un beneficio general pueden ser interesados
en invertir en capital humano.
Así, como verán en el texto de Hammermesh y Rees, la
inversión privada en capital educativo es la que realizan las mismas personas
particulares. Esta inversión es de dos clases: por un lado y menos importante
es la inversión en los costos directos de estudiar (matrículas, viáticos,
apuntes, etc.). Está demostrado que los costos directos de estudiar no son
determinantes en la decisión de terminar o no un nivel educativo. Por otro lado y más importante es lo que
dejan de percibir por estudiar en vez de trabajar por un salario. Este último
componente de la inversión educativa individual se denomina “costo de
oportunidad”.
La investigación económica y las estadísticas demuestran que
esta inversión es rentable para los individuos: con las nuevas calificaciones y
acreditaciones educativas obtenidas las diferencias de ingresos futuros son
mayores y compensan de manera visible el gasto de inversión realizado tanto
directo como el de “costo de oportunidad”. Así, las remuneraciones de los
niveles educativos más altos son también más altas y los mayores títulos
permiten acceder a los mejores empleos.
La inversión individual en educación tiene entonces una
“tasa interna de retorno”, es decir, un beneficio que se obtiene merced a una
inserción laboral y diferencias de ingresos atribuibles a los mayores niveles
educativos obtenidos.
Como mencioné antes, también hay un interés colectivo en la
inversión educativa. Los gobiernos son interesados en invertir en educación por
lo que se llama el retorno o rendimiento social de la educación: aumenta la
competitividad global de la economía, se atrae mayor inversión productiva,
aumenta la integración social, se disminuyen la desigualdad, etc.
En la década del ’90 estas teorías conocieron una difusión
extraordinaria hasta incorporarse al lenguaje político y cotidiano. Con el
advenimiento y generalización de las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación, y la apertura de nuevos territorios científico tecnológicos
(biotecnología, nuevos materiales, genética, etc.) la enfatización en la
educación como fuerza fundamental del desarrollo resultaba irresistible.
El “capital humano” es uno de los fetiches de la
globalización. De la mano de la idea archidifundida de la “sociedad del
conocimiento y los servicios”, que ubicaban el saber técnico y la capacidad de
innovación como las fuerzas motrices novedosas del capitalismo global, la
educación se convirtió en la “vedette” de la política económica. Había que
incorporarse al mundo desarrollado, a la tecnología avanzada y explotar sus
posibilidades merced una política agresiva de mejoramiento cuantitativo y
cualitativo de la dotación de capital educativo de la población. Así todos los
países se embarcaron en todo tipo de reformas que apuntaban a preservar y
acrecentar el nivel del capital educativo de sus poblaciones. Como veremos más
adelante en las últimas unidades, A. Latina y la Argentina no fueron la
excepción.
Las críticas: el fin del mito
La teoría del capital humano está tan difundida hoy día que
se ha convertido casi en el sentido común de casi todo el mundo. Nada hay más
esperanzador que depositar en el esfuerzo individual y colectivo de mejora y
desarrollo intelectual como medio de obtener bienestar material.
Sin embargo, muchos importantes investigadores descubrieron
las falacias o serias limitaciones de esta teoría y sus fundamentos. Una de las
primeras fue la llamada teoría del “credencialismo” o la inflación de acreditaciones educativas
desarrollada por R. Dore quien no tuvo prurito en bautizarla “la enfermedad del
diploma”. El vertiginoso ritmo del cambio técnico y científico produce una permanente
obsolescencia de las calificaciones educativas conseguidas en el pasado con su
consiguiente devaluación y por tanto una predisposición permanente de la
población a evitarla aumentando permanentemente su capital educativo alcanzando
nuevas acreditaciones. El “credencialismo” implica la continua expansión de la
demanda de educación y la continua devaluación de los títulos y acreditaciones
anteriores, que limitan el retorno esperado de la inversión educativa. En la
medida que se masifican las ofertas de trabajadores con altas calificaciones,
aumenta la competencia entre ellos y se abaratan los salarios ofrecidos. La
obtención de las diferencias salariales cada vez requieren mayores inversiones
educativas por lo que solamente sectores más reducidos de la población pueden
afrontarlas, generando una tendencia a monopolizar los mejores empleos.
Más importante fueron los descubrimientos de M. Blaug,
respecto de la disparidad entre el rendimiento individual de la inversión
educativa (mejores remuneraciones) y el rendimiento social (supuesta mayor
productividad global). Blaug descubrió que es mentira que el incremento de
capital educativo de una población genere aumentos en la productividad y
competitividad social global de la misma. En efecto, en EEUU mismo el período
de auge de los niveles educativos superiores coincidieron con fases de
crecimiento débil o estancamiento en los indicadores de productividad y
competitividad de la economía. Una vez más el provecho individual no supone
provecho social. Blaug instaló como explicación la llamada teoría de las
“señales”: no es que los empleadores esperen que incorporando personal más
capacitado o educado aumenten su productividad y eficiencia productiva (cosa
que tampoco es nítida aun en estudios de empresas) sino que simplemente
utilizan los títulos alcanzados como signos de que el personal a incorporar
posee determinadas características como “constancia en el esfuerzo”,
“sometimiento a examenes”, “responsabilidad”, “capacidad de aprender”, etc. que
no necesariamente se relacionan con un aumento efectivo de rendimiento en la
tarea. Blaug investigó la cobertura de cargos gerenciales en algunas empresas y
comprobó que efectivamente los títulos tienen poco que ver con el rendimiento
efectivo en el trabajo, a pesar de lo cual las empresas los utilizan como
criterio importante de decisión al incorporar personal. En este sentido, las
conclusiones de Blaug son realmente pesimistas porque el crecimiento de las
acreditaciones de la población lo único que hace es introducir índices de
selectividad mayores favorables a quienes pudieron y tuvieron la posibilidad de realizar mayores inversiones
educativas, y ello sin beneficio tangible para el conjunto de la sociedad y del
funcionamiento productivo de la economía.
Por último se encuentran las críticas de orientación
marxista como la de M. Carnoy en el sentido de que la dinámica de acumulación
de capital es contradictoria y produce resultados con crisis recurrentes que
alcanzan a la valorización de las acreditaciones educativas. En este esquema explicativo, las crisis
cíclicas del capitalismo producen un sobreexceso de capital educativo y
calificaciones disponibles en la población. Contrariamente a lo que se cree el
capitalismo de libremercado está muy lejos de asignar de manera racional y
óptima los recursos educativos disponibles sino que los subutiliza de manera
recurrente. Carnoy descubre el fenómeno
de la “sobreeducación” en el sentido de que el capitalismo utiliza
sistemáticamente menos calificaciones que las disponibles en el mercado. Utilizando la terminología de otro
economista, L. Thurow, el fenómeno de la
sobreeducación, da lugar a lo que denominó “efecto fila” para explicar las
ventajas individuales de la acumulación de capital educativo: lejos de generar
empleo o mejorar los ingresos de la población, el aumento individual de las
acreditaciones educativas permite alterar el orden en la fila de desempleados:
siempre van a aumentar la probabilidad de conseguir empleo pero no por la
expectativa de aumentar el rendimiento productivo de la empresa sino
simplemente porque ante la posibilidad de elegir, la empresa elige a aquellos
que ofrecen mayor capital educativo aunque no vaya a ser utilizado en el
proceso de trabajo mismo. Es decir, el “efecto fila” supone que la inversión
educativa simplemente facilita la selección de personal de las empresas aún a
costa de subutilizarla. El ejemplo más obvio es el de las estaciones de
servicio o los servicios de delivery, mensajería, etc. que exigen secundario
completo para despachar combustible o manejar una moto. También es muy común
que empresas importantes exijan estudios universitarios para simples empleos
administrativos descualificados. En ninguno de estos casos, el aumento de las
calificaciones educativas implica mejoras en el rendimiento o productividad del
trabajo.
Economía y Educación en la Argentina. La
desocupación, los cambios en la
estructura social y sus relaciones con la educación.
Como es sabido, la crisis de la “matriz estadocéntrica” y
del capitalismo protegido de mediados de los ’70 (el llamado “rodrigazo” de
junio de 1975, fue el preaviso) fue llevando hacia fines de los ’80 a dos
procesos vinculados: la hiperinflación y el endeudamiento externo. Hasta ese
momento, la economía argentina se caracterizaba por un mercado de trabajo algo
estancado pero con bajas tasas de desocupación (4-5%) que era capaz de absorber
incluso un módico flujo de inmigración
de países limítrofes. Luego de etapas expansivas y oscilantes durante los 60 en
materia de salarios, con las políticas neoliberales ensayadas por la dictadura
militar, el salario real sufre una severa contracción, abriendo un tendencia
que no se revertiría con el retorno de la democracia en 1983. Especialmente
afectados resultaban los trabajadores industriales afectados además por un
proceso profundo de cierre de fábricas y precarización del trabajo, pero
también amplios sectores del empleo público como los docentes y los
trabajadores de la salud, empleados de las otrora poderosas empresas de
servicios públicos (ENTEL, YPF, Gas del Estado, O.Sanitarias, etc.).
La combinación de caídas de salarios con alta inflación dio
por tierra hacia fines de los ’80 con la visión de una fuerte clase media en la
argentina asociada, durante muchas décadas, en el imaginario colectivo con la
movilidad social ascendente, introduciendo en el vocabulario sociológico - en
cierta medida vulgarizado por los medios de comunicación - una nueva categoría social: “los nuevos
pobres” para diferenciarlos de los pobres estructurales. La nueva pobreza
aludía a una situación ciertamente atípica desde el punto de vista conceptual,
pero que las estadísticas de la
Encuesta de Hogares del INDEC venían mostrando cada vez más
frecuente: se refería a aquellas personas que teniendo un patrimonio, un estilo
de vida y unas calificaciones educativas medias o altas, carecían de ingresos
monetarios suficientes para superar la llamada línea de pobreza (es decir, el
gasto social del consumo mínimo en todos los rubros para una familia tipo de un
matrimonio con dos hijos uno en la escuela primaria, y otro en la secundaria).
Así, el nuevo pobre era alguien que habiendo obtenido por sí o por herencia un
cierto patrimonio (casa, auto, electrodomésticos, etc.), un cierto capital
educativo y simbólico (nivel educativo, capacitación profesional, cultural
general) y un cierto capital social
(redes de amigos, grupos de pertenencia, clubes, etc.) no lograba obtener
ingresos reales para afrontar los gastos corrientes de un estándar de vida
mínimo. El motivo más frecuente de esta situación de inconsistencia entre
capital social familiar acumulado e ingresos reales familiares era la pérdida
de la estabilidad en el empleo, y/o la degradación de los salarios de los jefes de hogar,
producto de la inflación y las crisis recesivas.
Así, los aumentos de la pobreza provenían tanto por la
ampliación de la pobreza estructural (los pobres por ingresos cuyo capital
social acumulado también es pobre) como de la movilidad social descendente de
varios segmentos de los estratos medios.
En la década del ’90, las políticas neoliberales al
principio exitosas en términos de estabilidad de precios y salarios, no
tardaron en agudizar los problemas del empleo. La desocupación aumentó mucho a
partir de 1993 cuando trepa al 9% y se hace francamente endémica y poco
manejable con la recesión que siguió a la crisis del “efecto Tequila” en 1995,
superando entonces el 18%. En la fase inicial exitosa del Plan de
Convertibilidad (1991-1994) la pérdida de puestos de trabajo por la llamada “reconversión industrial” y
sobre todo por el achicamiento del estado y las privatizaciones, fue compensado
por la expansión del sector de comercio, finanzas y servicios. Pero cuando la
crisis se generalizó terminó alcanzando
a casi todas las ramas y sectores de la economía.
Ahora bien, ¿cuál fue el comportamiento de la población en
materia educativa?: lejos de desanimarse por el desempleo, la precariedad
laboral y los bajos salarios, el esfuerzo educativo de la población se reforzó:
tanto los niveles medios, pero sobre todo la educación superior y universitaria
gozaron de un espectacular proceso de expansión. Como aparece detallado en mi
texto, las cantidades de ingresantes, cursantes y egresados, en la década del
’90 tienen un importante incremento que excede el crecimiento vegetativo de la
población.
Es interesante entonces el contraste con lo ocurrido en las
décadas del 50 y el 60 donde también se desarrollaron fuertes tendencias al
aumento de los niveles de instrucción formal de la población. Mientras que en aquellos
momentos la obtención de capital educativo se relacionaba con un mercado de
trabajo expansivo y mejores oportunidades de inserción laboral y salarios
(“efecto escalera” de ascenso social) ahora, en los ’90 el aumento del capital
educativo se vinculaba a evitar la pérdida de posiciones o un empeoramiento de
la situación sociocupacional (el “efecto paracaídas” que menciona Filmus).
La estructura social y ocupacional que dejaban las políticas
neoliberales no permitían aprovechar el enorme impulso educativo de la
población: no solamente se destruían empleos sino que tendían a destrurirse los
más calificados. Así la tasa de desocupación de los niveles educativos
superiores aunque más bajas que los niveles educativos inferiores, se
deterioraba a un ritmo mucho mayor, lo que significaba que los principales
damnificados en el mercado laboral bajo las nuevas condiciones eran los de
mayores niveles educativos. En efecto, la apertura de la economía había
ocasionado un proceso de importación de bienes de capital (equipamiento,
maquinaria, insumos, repuestos) de alto valor agregado, que destruyó los
puestos de trabajo locales de mayor nivel de calificación. El caso de los
ingenieros industriales fue algo típico de aquel momento, ahora por suerte se
está reviertiendo. Los sectores que más ganaban en los ’90, la exportación de
materias primas, y de bienes industriales de bajo nivel de valor agregado
(“comodities”) no generaban puestos de trabajo de alta calificación, por lo que
la sobreabundancia de oferta de profesionales terminó elevando su tasa de
desocupación a niveles insólitos (12 %) comparando internacionalmente. Ello
ocasionó entre el 2000 y el 2002 la avalancha de jóvenes en los consulados de
países europeos y EEUU para emigrar.
Es especialmente pertinente para interpretar estas
tendencias los fenómenos de sobreeducación (Carnoy) por los cuales no solamente
hay población altamente calificada que no consigue empleo (subutilización
absoluta de capital educativo) sino también que esta población consigue empleos
de bajos niveles de complejidad de la tarea y en condiciones precarias
(subutilización relativa del capital educativo). Es decir, producto de la sobreabundancia de
altos niveles educativos, los empleadores ocupan los escasos puestos de trabajo
que se generan aumentando la selectividad sobre los postulantes sobre la base
de criterios educativos que no están nada relacionados con la complejidad o
nivel de calificación de las tareas del puesto de trabajo. Ello genera, el
llamado “efecto fila” ya explicado en la clase anterior: los títulos más altos
no sirven para conseguir empleos adecuados en términos de calificación
profesional del puesto, sino solo para
aumentar las chances de acceder a empleos no calificados o poco calificados, en
condiciones precarias y con bajos niveles de ingresos.
En estas condiciones se genera un círculo vicioso
autodestructivo: la desesperación por evitar perder posiciones en el mercado
laboral lleva a la gente a aumentar su esfuerzo en obtener capital educativo,
lo que lleva a aumentar el nivel de selectividad del mercado laboral, lo que
aumenta de nuevo la propensión a incrementar el nivel educativo. Por supuesto,
finalmente aquellos que no pueden sostener el esfuerzo de inversión en aumento
del capital educativo (los más pobres) son los grandes perdedores de esta
espiral autodestructiva, puesto que son desplazados del mercado de trabajo por
los más educados, aún cuando los puestos de trabajo no exijan elevados niveles
de calificación y educación.
Con el crecimiento de la economía desde fines del 2002 y el
cambio de políticas económicas, el incremento de la protección sobre la
producción local, el aumento del gasto público y la inversión pública, se han
mejorado ostensiblemente los niveles de empleo. Justamente los primeros beneficiados
en la expansión del empleo y creación de nuevos puestos de trabajo son los más
calificados. Por lo que la tasa de desocupación del nivel de educación superior
y universitaria descendió abruptamente al mismo tiempo que mejoraron los
ingresos y salarios.
Sin embargo, hay que advertir que estas tendencias positivas
tienen bases ciertamente endebles o al menos transitorias: el alto precio de
las materias primas exportables (soja y petróleo) que posibilitan un elevado
superávit fiscal y bajas tasas de interés internacionales que desestimulan la
fuga de capitales y atraen la inversión. Hay que recordar, que el desarrollo
industrial y por tanto el impulso de
base para la expansión del empleo, históricamente en la Argentina consume y no
produce divisas (U$$) y por tanto depende en gran medida de la buena situación
de los mercados internacionales para nuestros productos. Por ello se ha llamado
a nuestro proceso de industrialización como “dependiente” tanto del
financiamiento externo que requiere como de la tecnología que mayoritariamente
utiliza.
Educación y desigualdad social: la educación y sus efectos
clasistas, sexistas, racistas
Como indica el sentido común y la
historia de la educación pública estatal de masas sobre todo en Europa, las
instituciones educativas tuvieron un fuerte impacto “integrador” de las masas
populares a fines del Siglo XIX y primeras décadas del XX. La “escuela” es el símbolo mismo de igualdad
ante el Estado y de compartir un imaginario, un territorio, valores, un destino
y un patrimonio simbólico común. Sin embargo, visto detenidamente el proceso de
“integración” de las masas populares a los Estados nacionales, tenemos que la
“escuela” compartía tan excelsa misión con otras instituciones como “el
Ejército” y la burocracia administrativa de control y vigilancia sobre la
población.
La escuela integra las clases populares al naciente
Estado Nación, pero a costa de desintegrarlas de las culturas locales, de las
identidades del terruño, de los grupos de referencia de las clases populares,
de las Iglesias y credos, del dominio de las clases tradicionales, cambiando
las costumbres arraigadas, “modernizando” las relaciones sociales ahora
fuertemente mercantilizadas, imponiendo normas anónimas e impersonales, y por
supuesto enseña a sentirse parte de algo novedoso pero prometedor: el Estado
que brinda seguridad y protección. Es decir, en su nacimiento mismo, la escuela
nace integrando y desintegrando simultáneamente.
La igualdad ante la Ley del estado implica un
doble dispositivo de legitimación de desigualdades: la ley igual para todos (es
evidente que un mismo criterio aplicado a situaciones distintas tendrá efectos
distintos) y todos iguales ante la ley (es evidente que solamente somos iguales
ante la ley y no ante cualquier otra cuestión).
La lógica del estado y su ley racional en realidad parece destinada a
procesar las desigualdades de manera de legitimarlas en un orden formalmente
igualitario.
La lógica de la escuela universal (el derecho a la
educación) del estado puede ser analizada de forma semejante: todos son iguales
ante los exámenes (el maestro, los programas, etc.) y los exámenes (el maestro, los programas,
etc.) son iguales para todos.
Como bien habían descubierto los
reproductivistas, la educación consistía en un dispositivo que convertía las
diferencias sociales en diferencias escolares individuales. La igualdad de
trato supone que las diferencias de rendimiento deben ser explicadas por los
méritos y capacidades de los sujetos y así pueden finalmente ser sancionadas y
legitimadas.
Según esto, la escuela tal como la conocemos
funciona como un dispositivo de desigualación entre individuos según algo que
se llama hoy día “rendimiento”, que se plasma en una diferenciación social
institucionalizada en lo que Bourdieu llama capital cultural acreditado
(títulos).
A lo largo de más de 50 años la
sociología de la educación se ha abocado a desentrañar los infinitos aspectos y
dimensiones de los efectos diferenciadores, discriminadores, marginadores, de
la escuela. Desde los viejos trabajos
sobre escuelas de negros y blancos en EEUU, hasta las formas más sofisticadas
de análisis clasista de los códigos linguísticos, de diferencias sexistas y raciales
en la relación docente-alumno, etc. la escuela ha sido “exprimida” por los
investigadores hasta largar el último de sus secretos.
La bibliografía disponible es enorme y aunque a
partir de los ’90 de la mano de la importancia de la educación y la “sociedad
del conocimiento” el tema fue quedando postergado en las agendas de los
investigadores, los textos de la bibliografía pueden considerarse como algunas
de las contribuciones clásicas.
La gigantesca macroproblemática de
la educación y la desigualdad social abarca una gama de dimensiones que por su
extensión no podría siquiera ser listada en esta clase: voy a agruparlas en dos
grandes rubros de análisis.
1)
Las llamadas condiciones exógenas o contextuales y socioinstitucionales
de impartición de conocimientos: se sabe que la distribución geográfica, de
recursos económicos, institucionales, edilicios y de equipamiento, capacitación
del personal docente, normas y reglamentos, estilos de gestión y manejo de
autoridad, disciplina, estrategias de relación con el entorno, etc. tienen influencia
e impactos sobre la reproducción de las diferencias sociales. En la percepción
usual son captadas como “escuelas de negros”, “escuelas de villa”, “escuelas
populares”, “escuelas céntricas”, “escuelas de mujeres” (que aún quedan en
muchos lugares), “escuelas de inmigrantes”, etc. en cualquier lugar del mundo.
En el texto de Filmus sobre el nivel medio se pueden ver muchos elementos de
este tipo de efecto diferenciador de la escuela. El texto de Parkin muestra la
importancia de las barreras o mecanismos de “cierre” social de los espacios o
instituciones sociales “privilegiadas”: a ninguna escuela céntrica ni a los
padres que allí envían a sus hijos les gusta que la escuela “se llene de
pobres”, “inmigrantes”, etc. Este texto muestra algo muy importante también:
que las acreditaciones educativas (supuestamente logradas en una institución
igualitaria) son una de las bases fundamentales o más frecuentes de la
monopolización de accesos o protecciones (los colegios profesionales, los
títulos para el ejercicio profesional, etc.). Es decir, la educación es una
base importante para legitimar diversas formas de “cierre social”.
2) Las condiciones endógenas del
proceso educativo o pedagógico instruccional mismo: los programas explícitos o
implícitos, el lenguaje y las didácticas del docente, los textos y material
didáctico utilizado, la disposición espacial y temporal de la comunicación
pedagógica, las formas de controlar y evaluar los aprendizajes, los
conocimientos movilizados en los alumnos, las operaciones mentales requeridas y
estimuladas o inhibidas, las rutinas de enseñanza, etc. han sido estudiadas como generadoras de
diferenciación social. Los textos de
Anyon y de Bernstein claramente estudian cómo existe una suerte de clasismo
implícito en la pedagogía. Anyon muestra cómo cambian los contenidos,
actividades, actitudes del maestro, etc. de acuerdo al origen social de los
alumnos (trabajadores, clase media, profesionales, ejecutivos) en diversas
escuelas. Bernstein (uno de los grandes sociólogos contemporáneos en este
campo) muestra la notable profundidad de la penetración de la diferenciación
clasista a través de la pedagogía escolar:
el lenguaje está estructurado de manera clasista y la escuela tiende a
desconocer un código en función del otro.
Sobre el texto de Bernstein es importante que retengan las nociones de
Principios de Clasificación y de Enmarcamiento y de Códigos Amplios y
Restringidos.
Muchos estudios combinan ambos rubros de análisis,
esto es más común cuando los efectos diferenciadores que se proponen estudiar
se refieren al “género”. El trabajo de Kelly y Nihlen sobre el patriarcado es
de esta especie: muestra desde la infrarrepresentación de las mujeres en los
puestos de dirección de las escuelas y sistemas educativos, hasta los patrones de
contratación laboral que privilegian la doble carga doméstica y docente.
Muestra también el patrón de género de la elección de materias (ciencias duras para los hombres y
“blandas” para las mujeres), en los textos escolares, y también la inculcación
de pasividad, prolijidad, y las exigencias diferenciadas del docente para
varones y nenas.
TRABAJO PRACTICO
Elija 1.-
1) Analice dentro de su entorno social y familiar las decisiones de
inversión en capital educativo durante la década del ’90. ¿Qué diferencias
encuentra con las decisiones tomadas por sus padres o abuelos en otras épocas?.
2) Elija un caso concreto o situación particular (puede ser individual
propia o ajena, personal, institucional) que pueda ser analizado en términos de
efectos diferenciadores de la educación o la pedagogía por clase, raza, sexo.
Recuerdo trate de formularlo en una pág. como máximo.