Las relaciones promiscuas entre economía y educación
Dentro de la investigación económica, el papel de la
educación ha dado una especie de giro copernicano desde mediados de los años
’60. Hasta ese momento, la economía dominante
se mostraba relativamente indiferente ante los problemas educativos. La
gran expansión educativa producto de las generaciones jóvenes en Europa y EEUU
(baby boomers) que crecieron aceleradamente después de la II Guerra, era encarada
con un enfoque predominante de gasto o costo presupuestario y fiscal. Así, las
necesidades educativas eran tomadas como una variable demográfica y una
necesidad cultural que se imponía a la economía desde fuera de la misma. El problema se reducía entonces a cómo y
quienes debían poner cuantos recursos para satisfacer estas novedosas demandas
y necesidades.
Para algunos, era antieconómico financiar infinitamente
las expectativas educativas crecientes de la población, para otros (en europa)
era el Estado de Bienestar quien tenía que aumentar los recursos fiscales para
proveer servicios educativos universales, y para los americanos eran los
particulares los que debían enfrentar el grueso de la carga de estas
expectativas.
De
la mano de algunos investigadores que aplicaron los métodos de la economía
neoclásica a principios de los ‘60, tratando la educación como un bien
mercantilizado aparece por primera vez la idea del significado puramente
económico de la formación educactiva de la población.
En
vez de aceptarse como un gasto generado por
una necesidad fundamentalmente extraeconómica, los economistas
americanos (fundamentalmente Schultz y luego el premio nobel Gary Becker) intentaron
demostrar que lejos de constituir un gasto, el incremento de los niveles de
capacidades educativas de la población era una “inversión” que tenía un
importante recupero futuro y no un gasto o un costo. Estos planteos abandonan
la radical distinción fundante de toda la teoría económica anterior a saber:
que todo gasto puede ser por consumo o por inversión rígidamente separados.
Mientras los bienes de consumo producen satisfacción de los hombres y sus
necesidades y desaparecen con su uso,
los bienes de inversión (máquinas, equipos, tecnología) no producen
satisfacción pero incrementan la capacidad o rendimiento productivo. La
educación que antes aparecía siempre como un “consumo” que respondía a
satisfacer necesidades y demandas de los hombres, ahora aparece también como
“inversión” ya que incrementa las capacidades productivas, la eficiencia de la economía, y junto con
ellas mejora los rendimientos y los ingresos tanto individuales como del
conjunto de la sociedad.
Para
enfrentar tradiciones teóricas muy arraigadas apelaron a una denominación
francamente (es un juicio personal) “espeluznante”: la teoría del “Capital
Humano”. Para ellos, los gastos en todas aquellas cosas que aumenten la
capacidad y el rendimiento productivo esperado de una persona o de una
población deben ser tratados como “capital”.
Desde
ya el Capital humano no se restringe a la educación, aunque en la divulgación y
popularización de la teoría así haya quedado arraigado. La salud (que abarca
hasta una alimentación adecuada), y los costos de movilidad de la fuerza de
trabajo (facilidades de migración), la capacitación en el empleo, son
considerados factores importantes de acumulación de capital humano. Según
Schultz, que analizó diversos países de Europa y Asia en comparación con EEUU,
el Capital humano constituye una variable explicativa muy importante del
crecimiento económico. Tanto o más gravitante que la dotación de recursos
naturales, o la inversión en capital físico. La educación es descripta como un
capital que mezcla la posibilidad de aumentar la capacidad productiva con la
satisfacción de necesidades culturales o simbólicas. El análisis de la
experiencia del extraordinario crecimiento de los países llamados NICs (New
Industrial Countries) en Asia (Malasia, Taiwan, Singapur, Corea del Sur, y
otros) quienes realizaron extraordinarias inversiones en la infraestructura y
en el crecimiento de los niveles educativos de la población, parecía reforzar
la idea de que efectivamente la dotación de capital educativo era un vector
importante para el desarrollo.
El
primer problema de estas teorías en sus aplicaciones de política económica era
¿quién debe invertir en educación o más ampliamente en el capital humano?,
¿quién debe sufragar y correr los riesgos de sufragar los gastos de la inversión
toda vez que sus rendimientos no son inmediatos sino de mediano y sobre todo
largo plazo?.
Es
claro que en una sociedad de libremercado capitalista, el capital tiene que
tener un rendimiento y el beneficiario de este rendimiento es quien afronta los
gastos y riesgos de invertir en él. Sin embargo, estos economistas se
encontraron con una brutal diferencia entre la inversión en una máquina o una
patente tecnológica y en capacitar o formar a los empleados: mientras el
rendimiento de la máquina estaba bajo su control, el rendimiento adicional de
la persona quedaba bajo control de la persona, no podía ser apropiado. En
efecto, a diferencia del capital físico que está sujeto a las leyes de la
propiedad y el mercado, el capital humano y educativo es una propiedad
intransferible del beneficiario: la capacitación que el capitalista paga puede
ser aprovechada por otro capitalista que tiente al trabajador calificado a
dejar la empresa que lo capacitó. El
capital humano en el mejor de los casos puede “alquilarse” pero nunca comprarse
o venderse. Así, la primera consecuencia es que no va a haber inversión de los
capitalistas en capital humano porque no hay seguridades sobre su control. Sólo
los particulares interesados y los gobiernos que piensan no en una rentabilidad
particular sino en un beneficio general pueden ser interesados en invertir en
capital humano.
Así,
como verán en el texto de Hammermesh y Rees, la inversión privada en capital
educativo es la que realizan las mismas personas particulares. Esta inversión
es de dos clases: por un lado y menos importante es la inversión en los costos
directos de estudiar (matrículas, viáticos, apuntes, etc.). Está demostrado que
los costos directos de estudiar no son determinantes en la decisión de terminar
o no un nivel educativo. Por otro lado y
más importante es lo que dejan de percibir por estudiar en vez de trabajar por
un salario. Este último componente de la inversión educativa individual se
denomina “costo de oportunidad”.
La
investigación económica y las estadísticas demuestran que esta inversión es
rentable para los individuos: con las nuevas calificaciones y acreditaciones
educativas obtenidas las diferencias de ingresos futuros son mayores y
compensan de manera visible el gasto de inversión realizado tanto directo como
el de “costo de oportunidad”. Así, las remuneraciones de los niveles educativos
más altos son también más altas y los mayores títulos permiten acceder a los
mejores empleos.
La
inversión individual en educación tiene entonces una “tasa interna de retorno”,
es decir, un beneficio que se obtiene merced a una inserción laboral y
diferencias de ingresos atribuibles a los mayores niveles educativos obtenidos.
Como
mencioné antes, también hay un interés colectivo en la inversión educativa. Los
gobiernos son interesados en invertir en educación por lo que se llama el
retorno o rendimiento social de la educación: aumenta la competitividad global
de la economía, se atrae mayor inversión productiva, aumenta la integración
social, se disminuyen la desigualdad, etc.
En
la década del ’90 estas teorías conocieron una difusión extraordinaria hasta
incorporarse al lenguaje político y cotidiano. Con el advenimiento y
generalización de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, y
la apertura de nuevos territorios científico tecnológicos (biotecnología,
nuevos materiales, genética, etc.) la enfatización en la educación como fuerza
fundamental del desarrollo resultaba irresistible.
El
“capital humano” es uno de los fetiches de la globalización. De la mano de la
idea archidifundida de la “sociedad del conocimiento y los servicios”, que
ubicaban el saber técnico y la capacidad de innovación como las fuerzas
motrices novedosas del capitalismo global, la educación se convirtió en la
“vedette” de la política económica. Había que incorporarse al mundo
desarrollado, a la tecnología avanzada y explotar sus posibilidades merced una
política agresiva de mejoramiento cuantitativo y cualitativo de la dotación de
capital educativo de la población. Así todos los países se embarcaron en todo
tipo de reformas que apuntaban a preservar y acrecentar el nivel del capital
educativo de sus poblaciones. Como veremos más adelante en las últimas
unidades, A. Latina y la
Argentina no fueron la excepción.
Las críticas: el fin del mito
La teoría del capital humano
está tan difundida hoy día que se ha convertido casi en el sentido común de
casi todo el mundo. Nada hay más esperanzador que depositar en el esfuerzo individual
y colectivo de mejora y desarrollo intelectual como medio de obtener bienestar
material.
Sin embargo, muchos
importantes investigadores descubrieron las falacias o serias limitaciones de esta
teoría y sus fundamentos. Una de las primeras fue la llamada teoría del
“credencialismo” o la inflación de
acreditaciones educativas desarrollada por R. Dore quien no tuvo prurito en
bautizarla “la enfermedad del diploma”. El vertiginoso ritmo del cambio técnico
y científico produce una permanente obsolescencia de las calificaciones
educativas conseguidas en el pasado con su consiguiente devaluación y por tanto
una predisposición permanente de la población a evitarla aumentando
permanentemente su capital educativo alcanzando nuevas acreditaciones. El
“credencialismo” implica la continua expansión de la demanda de educación y la
continua devaluación de los títulos y acreditaciones anteriores, que limitan el
retorno esperado de la inversión educativa. En la medida que se masifican las
ofertas de trabajadores con altas calificaciones, aumenta la competencia entre ellos
y se abaratan los salarios ofrecidos. La obtención de las diferencias
salariales cada vez requieren mayores inversiones educativas por lo que
solamente sectores más reducidos de la población pueden afrontarlas, generando
una tendencia a monopolizar los mejores empleos.
Más importante fueron los
descubrimientos de M. Blaug, respecto de la disparidad entre el rendimiento
individual de la inversión educativa (mejores remuneraciones) y el rendimiento
social (supuesta mayor productividad global). Blaug descubrió que es mentira
que el incremento de capital educativo de una población genere aumentos en la
productividad y competitividad social global de la misma. En efecto, en EEUU
mismo el período de auge de los niveles educativos superiores coincidieron con
fases de crecimiento débil o estancamiento en los indicadores de productividad
y competitividad de la economía. Una vez más el provecho individual no supone
provecho social. Blaug instaló como explicación la llamada teoría de las
“señales”: no es que los empleadores esperen que incorporando personal más
capacitado o educado aumenten su productividad y eficiencia productiva (cosa
que tampoco es nítida aun en estudios de empresas) sino que simplemente
utilizan los títulos alcanzados como signos de que el personal a incorporar
posee determinadas características como “constancia en el esfuerzo”,
“sometimiento a examenes”, “responsabilidad”, “capacidad de aprender”, etc. que
no necesariamente se relacionan con un aumento efectivo de rendimiento en la
tarea. Blaug investigó la cobertura de cargos gerenciales en algunas empresas y
comprobó que efectivamente los títulos tienen poco que ver con el rendimiento
efectivo en el trabajo, a pesar de lo cual las empresas los utilizan como
criterio importante de decisión al incorporar personal. En este sentido, las
conclusiones de Blaug son realmente pesimistas porque el crecimiento de las
acreditaciones de la población lo único que hace es introducir índices de
selectividad mayores favorables a quienes pudieron y tuvieron la posibilidad de realizar mayores inversiones
educativas, y ello sin beneficio tangible para el conjunto de la sociedad y del
funcionamiento productivo de la economía.
Por último se encuentran las
críticas de orientación marxista como la de M. Carnoy en el sentido de que la
dinámica de acumulación de capital es contradictoria y produce resultados con
crisis recurrentes que alcanzan a la valorización de las acreditaciones
educativas. En este esquema explicativo,
las crisis cíclicas del capitalismo producen un sobreexceso de capital
educativo y calificaciones disponibles en la población. Contrariamente a lo que
se cree el capitalismo de libremercado está muy lejos de asignar de manera
racional y óptima los recursos educativos disponibles sino que los subutiliza
de manera recurrente. Carnoy descubre el
fenómeno de la “sobreeducación” en el sentido de que el capitalismo utiliza
sistemáticamente menos calificaciones que las disponibles en el mercado. Utilizando la terminología de otro economista,
L. Thurow, el fenómeno de la
sobreeducación, da lugar a lo que denominó “efecto fila” para explicar las
ventajas individuales de la acumulación de capital educativo: lejos de generar
empleo o mejorar los ingresos de la población, el aumento individual de las
acreditaciones educativas permite alterar el orden en la fila de desempleados:
siempre van a aumentar la probabilidad de conseguir empleo pero no por la
expectativa de aumentar el rendimiento productivo de la empresa sino
simplemente porque ante la posibilidad de elegir, la empresa elige a aquellos
que ofrecen mayor capital educativo aunque no vaya a ser utilizado en el
proceso de trabajo mismo. Es decir, el “efecto fila” supone que la inversión
educativa simplemente facilita la selección de personal de las empresas aún a
costa de subutilizarla. El ejemplo más obvio es el de las estaciones de
servicio o los servicios de delivery, mensajería, etc. que exigen secundario
completo para despachar combustible o manejar una moto. También es muy común
que empresas importantes exijan estudios universitarios para simples empleos
administrativos descualificados. En ninguno de estos casos, el aumento de las
calificaciones educativas implica mejoras en el rendimiento o productividad del
trabajo.
Economía y Educación en la Argentina. La
desocupación, los cambios en la
estructura social y sus relaciones con la educación.
Como
es sabido, la crisis de la “matriz estadocéntrica” y del capitalismo protegido
de mediados de los ’70 (el llamado “rodrigazo” de junio de 1975, fue el
preaviso) fue llevando hacia fines de los ’80 a dos procesos vinculados: la
hiperinflación y el endeudamiento externo. Hasta ese momento, la economía
argentina se caracterizaba por un mercado de trabajo algo estancado pero con bajas
tasas de desocupación (4-5%) que era capaz de absorber incluso un módico flujo
de inmigración de países limítrofes.
Luego de etapas expansivas y oscilantes durante los 60 en materia de salarios,
con las políticas neoliberales ensayadas por la dictadura militar, el salario
real sufre una severa contracción, abriendo un tendencia que no se revertiría
con el retorno de la democracia en 1983. Especialmente afectados resultaban los
trabajadores industriales afectados además por un proceso profundo de cierre de
fábricas y precarización del trabajo, pero también amplios sectores del empleo
público como los docentes y los trabajadores de la salud, empleados de las
otrora poderosas empresas de servicios públicos (ENTEL, YPF, Gas del Estado,
O.Sanitarias, etc.).
La
combinación de caídas de salarios con alta inflación dio por tierra hacia fines
de los ’80 con la visión de una fuerte clase media en la argentina asociada,
durante muchas décadas, en el imaginario colectivo con la movilidad social
ascendente, introduciendo en el vocabulario sociológico - en cierta medida
vulgarizado por los medios de comunicación -
una nueva categoría social: “los nuevos pobres” para diferenciarlos de
los pobres estructurales. La nueva pobreza aludía a una situación ciertamente
atípica desde el punto de vista conceptual, pero que las estadísticas de la Encuesta de Hogares del
INDEC venían mostrando cada vez más frecuente: se refería a aquellas personas
que teniendo un patrimonio, un estilo de vida y unas calificaciones educativas
medias o altas, carecían de ingresos monetarios suficientes para superar la
llamada línea de pobreza (es decir, el gasto social del consumo mínimo en todos
los rubros para una familia tipo de un matrimonio con dos hijos uno en la
escuela primaria, y otro en la secundaria). Así, el nuevo pobre era alguien que
habiendo obtenido por sí o por herencia un cierto patrimonio (casa, auto,
electrodomésticos, etc.), un cierto capital educativo y simbólico (nivel
educativo, capacitación profesional, cultural general) y un cierto capital social (redes de amigos,
grupos de pertenencia, clubes, etc.) no lograba obtener ingresos reales para
afrontar los gastos corrientes de un estándar de vida mínimo. El motivo más
frecuente de esta situación de inconsistencia entre capital social familiar
acumulado e ingresos reales familiares era la pérdida de la estabilidad en el
empleo, y/o la degradación de los
salarios de los jefes de hogar, producto de la inflación y las crisis
recesivas.
Así,
los aumentos de la pobreza provenían tanto por la ampliación de la pobreza
estructural (los pobres por ingresos cuyo capital social acumulado también es
pobre) como de la movilidad social descendente de varios segmentos de los
estratos medios.
En
la década del ’90, las políticas neoliberales al principio exitosas en términos
de estabilidad de precios y salarios, no tardaron en agudizar los problemas del
empleo. La desocupación aumentó mucho a partir de 1993 cuando trepa al 9% y se
hace francamente endémica y poco manejable con la recesión que siguió a la
crisis del “efecto Tequila” en 1995, superando entonces el 18%. En la fase
inicial exitosa del Plan de Convertibilidad (1991-1994) la pérdida de puestos
de trabajo por la llamada “reconversión
industrial” y sobre todo por el achicamiento del estado y las privatizaciones,
fue compensado por la expansión del sector de comercio, finanzas y servicios.
Pero cuando la crisis se generalizó
terminó alcanzando a casi todas las ramas y sectores de la economía.
Ahora
bien, ¿cuál fue el comportamiento de la población en materia educativa?: lejos
de desanimarse por el desempleo, la precariedad laboral y los bajos salarios,
el esfuerzo educativo de la población se reforzó: tanto los niveles medios,
pero sobre todo la educación superior y universitaria gozaron de un
espectacular proceso de expansión. Como aparece detallado en mi texto, las
cantidades de ingresantes, cursantes y egresados, en la década del ’90 tienen
un importante incremento que excede el crecimiento vegetativo de la población.
Es
interesante entonces el contraste con lo ocurrido en las décadas del 50 y el 60
donde también se desarrollaron fuertes tendencias al aumento de los niveles de
instrucción formal de la población. Mientras que en aquellos momentos la
obtención de capital educativo se relacionaba con un mercado de trabajo
expansivo y mejores oportunidades de inserción laboral y salarios (“efecto
escalera” de ascenso social) ahora, en los ’90 el aumento del capital educativo
se vinculaba a evitar la pérdida de posiciones o un empeoramiento de la
situación sociocupacional (el “efecto paracaídas” que menciona Filmus).
La
estructura social y ocupacional que dejaban las políticas neoliberales no
permitían aprovechar el enorme impulso educativo de la población: no solamente
se destruían empleos sino que tendían a destrurirse los más calificados. Así la
tasa de desocupación de los niveles educativos superiores aunque más bajas que
los niveles educativos inferiores, se deterioraba a un ritmo mucho mayor, lo
que significaba que los principales damnificados en el mercado laboral bajo las
nuevas condiciones eran los de mayores niveles educativos. En efecto, la
apertura de la economía había ocasionado un proceso de importación de bienes de
capital (equipamiento, maquinaria, insumos, repuestos) de alto valor agregado,
que destruyó los puestos de trabajo locales de mayor nivel de calificación. El
caso de los ingenieros industriales fue algo típico de aquel momento, ahora por
suerte se está reviertiendo. Los sectores que más ganaban en los ’90, la exportación
de materias primas, y de bienes industriales de bajo nivel de valor agregado
(“comodities”) no generaban puestos de trabajo de alta calificación, por lo que
la sobreabundancia de oferta de profesionales terminó elevando su tasa de
desocupación a niveles insólitos (12 %) comparando internacionalmente. Ello
ocasionó entre el 2000 y el 2002 la avalancha de jóvenes en los consulados de
países europeos y EEUU para emigrar.
Es
especialmente pertinente para interpretar estas tendencias los fenómenos de
sobreeducación (Carnoy) por los cuales no solamente hay población altamente
calificada que no consigue empleo (subutilización absoluta de capital
educativo) sino también que esta población consigue empleos de bajos niveles de
complejidad de la tarea y en condiciones precarias (subutilización relativa del
capital educativo). Es decir, producto
de la sobreabundancia de altos niveles educativos, los empleadores ocupan los
escasos puestos de trabajo que se generan aumentando la selectividad sobre los
postulantes sobre la base de criterios educativos que no están nada
relacionados con la complejidad o nivel de calificación de las tareas del
puesto de trabajo. Ello genera, el llamado “efecto fila” ya explicado en la
clase anterior: los títulos más altos no sirven para conseguir empleos
adecuados en términos de calificación profesional del puesto, sino solo para aumentar las chances de
acceder a empleos no calificados o poco calificados, en condiciones precarias y
con bajos niveles de ingresos.
En
estas condiciones se genera un círculo vicioso autodestructivo: la
desesperación por evitar perder posiciones en el mercado laboral lleva a la
gente a aumentar su esfuerzo en obtener capital educativo, lo que lleva a
aumentar el nivel de selectividad del mercado laboral, lo que aumenta de nuevo
la propensión a incrementar el nivel educativo. Por supuesto, finalmente
aquellos que no pueden sostener el esfuerzo de inversión en aumento del capital
educativo (los más pobres) son los grandes perdedores de esta espiral
autodestructiva, puesto que son desplazados del mercado de trabajo por los más
educados, aún cuando los puestos de trabajo no exijan elevados niveles de
calificación y educación.
Con
el crecimiento de la economía desde fines del 2002 y el cambio de políticas
económicas, el incremento de la protección sobre la producción local, el
aumento del gasto público y la inversión pública, se han mejorado
ostensiblemente los niveles de empleo. Justamente los primeros beneficiados en
la expansión del empleo y creación de nuevos puestos de trabajo son los más
calificados. Por lo que la tasa de desocupación del nivel de educación superior
y universitaria descendió abruptamente al mismo tiempo que mejoraron los
ingresos y salarios.
Sin
embargo, hay que advertir que estas tendencias positivas tienen bases
ciertamente endebles o al menos transitorias: el alto precio de las materias
primas exportables (soja y petróleo) que posibilitan un elevado superávit
fiscal y bajas tasas de interés internacionales que desestimulan la fuga de capitales
y atraen la inversión. Hay que recordar, que el desarrollo industrial y por tanto el impulso de base para la
expansión del empleo, históricamente en la Argentina consume y no produce divisas (U$$) y
por tanto depende en gran medida de la buena situación de los mercados
internacionales para nuestros productos. Por ello se ha llamado a nuestro
proceso de industrialización como “dependiente” tanto del financiamiento
externo que requiere como de la tecnología que mayoritariamente utiliza.
TRABAJO
PRACTICO
1) Escuche dos entrevistas a alumnos por el Plan C-I y preste atención a las respuestas a las preguntas sobre la relación entre la el manejo informático y el futuro empleo. ¿Cómo pueden interpretarse desde el punto de vista del capital humano y de las relaciones entre economía y educación?